24 HORAS LITERARIAS EN BARCELONA

La ciudad vive la literatura con pasión y celebra cada año su encuentro con los libros el día Sant Jordi. Con motivo de su celebración en toda Cataluña os proponemos una ruta muy especial para disfrutar al máximo de la capital literaria por excelencia.

Hay ciudades que se visitan; algunas, incluso, se pasean. Sólo unas pocas, además, se leen. Barcelona es una de ellas. Reconocida por la Unesco en 2015 como Ciudad Literaria, en Barcelona se lee, se escribe y se publica desde la Edad Media. En el día de Sant Jordi se escenifica la estrecha vinculación de Barcelona con los libros; pero, además, durante el resto del año, una extensa y nutrida red de bibliotecas populares, librerías de todo tipo, festivales y diversos encuentros literarios la convierten en la capital literaria por excelencia.

DEL PUERTO A PLAZA CATALUÑA

De la Boquería hacia abajo, Barcelona huele a mar. En el Moll de Drassanes, el embarcadero donde zarpan las golondrinas, las gaviotas alborotan el cielo. Una excursión en uno de estos populares barcos es la mejor forma de ver Barcelona como la contempló Rubén Darío a su llegada, el 1 de enero de 1899: “A la izquierda -describe en España contemporánea– se alzaba recortada la altura de Montjuic; enfrente, en un fondo de oro matinal, el Tibidabo; y cerca, sobre su columna, Colón, la diestra hacia el mar”.

Pasear con un libro en la mano es hacer infinita la ciudad

Don Quijote y Sancho no llegaron a Barcelona por mar; pero el primer lugar que pisaron fue la playa. Recuperar su elogio a la ciudad es inevitable: “archivo de la cortesía, albergue de los extranjeros, hospital de los pobres, patria de los valientes, venganza de los ofendidos y correspondencia grata de firmes amistades, y única en sitio y en belleza”. Cervantes y Rubén Darío muestran que hay dos formas literarias de llegar a Barcelona y ninguna es la habitual hoy en día.

Subo por las Ramblas como hizo Rubén Darío. La vía sigue mostrándose como “revelador termómetro de una especial existencia ciudadana”. George Orwell también la describió al narrar sus días de miliciano del POUM en Cataluña, durante la Guerra Civil. El autor de 1984 es una de las referencias imprescindibles de la Barcelona literaria. Lo fue para un joven Vargas Llosa, que, recién llegado de Lima, caminó “emocionado por las calles con el Homenaje a Cataluña de Orwell en la mano, que había leído en alta mar”. Pasear con un libro en la mano es hacer infinita la ciudad -tal vez, incluso, es aceptar que la urbe es inabarcable y que eso es, precisamente, lo que nos hace libres-.

Así, entre párrafos y pasos, el mar a mi espalda, dejo a la derecha la Plaza Real, epicentro de las noches canallas de la ciudad, y llego al carrer de Ferrán. Entrar en el Barrio Gótico, escenario del best seller La sombra del viento, por esta calle, es, en realidad, alcanzar Barcino, la antigua villa romana. Como explica Eduardo Mendoza en el arranque de La ciudad de los prodigios, probablemente fueron los fenicios los responsables de la primera y segunda fundación de la ciudad. Y, aunque como menciona, los elefantes de Aníbal se detuvieron en la ribera del Besós a beber, lo cierto es que, fueron los romanos quienes otorgaron a Barcelona su carácter de ciudad.

Resulta difícil hacerse una idea de cómo fue la ciudad romana. Para ello, lo mejor es visitar el Museo de Historia de Barcelona, en la Plaza del Rey. El museo es la mejor forma de pasear por Barcino. Eso sí, se trata de un paseo subterráneo. Por encima, tenemos la esencia medieval del Gótico que se manifiesta en el trazado de sus calles estrechas y laberínticas. La ciudad romana comenzó en la actual plaza de Sant Jaume, donde se encuentra el Palacio de la Generalitat. El medallón de la fachada me recuerda a Sant Jordi, que cada 23 de abril mata al dragón y en Cataluña, entonces, se celebra la gesta con libros y rosas.

Desde la plaza, me acerco a la Catedral de Barcelona por la calle del Bisbe y paso debajo del puente -un resumen perfecto de lo que es el Barrio Gótico: bello e impostado a la vez-, que une el Palacio de la Generalitat con la Casa de los Canónigos. Pero no es desde aquí, sino desde Vía Layetana, a la altura de la Plaza de Ramón Berenguer el Gran, desde donde Carmen Laforet, en Nada, describió la impresión que se siente al ver la silueta del edificio: “La vía Layetana, tan ancha, tan grande y nueva, cruzaba el corazón del barrio viejo. Entonces supe lo que deseaba: quería ver la Catedral envuelta en el encanto y misterio de la noche”. Nadie puede resistirse a una catedral gótica en la noche, aunque su fachada sea del siglo XIX. Desciendo de nuevo hacia el mar.

DEL BARRIO DE LA RIBERA HASTA MONTJUIC

De haber caminado por aquí siglos atrás, mi calzado se habría mojado. A finales de la Edad Media, la ciudad acababa en una playa y en lugar del ruido del tráfico ahora escucharía las olas barrer el tiempo en la orilla. El barrio de la Ribera de Mar creció extra muros. Lo que comenzó como un barrio humilde de pescadores donde estaba la pequeña iglesia de Santa María de las Arenas, se convirtió en el centro económico de la ciudad. Al mismo tiempo, la línea de mar se fue alejando poco a poco. Aquella pequeña iglesia, lo cuenta Idelfonso Falcones en La Catedral del Mar, “pasó entonces a llamarse Santa María de la Mar, porque si bien la costa se alejó de ella, no ocurrió lo mismo con la veneración de todos los hombres que vivían del mar”. Cuando la iglesia se quedó pequeña, la reconstruyeron. Como siempre, “los ricos, con sus dineros; los humildes con su trabajo”.

Será que la ciudad nunca ha prescindido de su versión marinera, que la Barceloneta irradia una poderosa atracción a la que los barceloneses no pueden resistirse, sobre todo, cuando se trata de hacer planes el fin de semana sin salir de la ciudad. “Hoy no hacemos nada. Vamos a hacernos una paella a la Barceloneta, donde Paco. Invito yo”, propone Bruno a Cristian y Raquel, los extorsionadores -todos lo somos de alguna manera- de la novela No llames a casa, de Carlos Zanón. Barcelona también es ciudad negra, y por eso me refugio en el bar Jai-ca, que, como los buenos lugares de paso, está en una esquina, en la calle Ginebra, 13. Tapas, unas gambitas fritas, un vermut, y el eco de las tertulias de muchos escritores de novela negra de la ciudad, acompañan la parada. Cerca, al otro lado de la Ronda de Litoral, está la Ciutadella, todo un símbolo de Barcelona; pero esa es otra novela que nos llevaría a la Exposición Universal de 1888. Alcanzo la estación de Sant Sebastià para cruzar el puerto y llegar hasta Montjuic en teleférico. Son 1.300 metros de recorrido colgado en el cielo de la ciudad.

La Exposición Internacional de 1929 recuperó para Barcelona la montaña mágica. Una frenética actividad constructora urbanizó el paisaje. “La Montaña de Montjuic -leemos en en La ciudad de los prodigios de Eduardo Mendoza- quedó cerrada al público; los bosques fueron talados, las fuentes canalizadas o cegadas con dinamita; se hicieron allí taludes y se echaron los cimientos de lo que habrían de ser los palacios y pabellones”. Pero, algo más tarde, con la Guerra Civil y la posguerra, Montjuic fue perdiendo su esplendor y se convirtió en una zona de chabolas ocupada por desafortunados y perdedores de todo tipo, como la madre del Watusi: “En una fecha desconocida, nace el Watusi. La mala fortuna lleva a que madre e hijo convivan en un grupo de chabolas de la montaña de Montjuic. Quizá convivan con familiares o gente peor”. El fragmento es de El día del Watusi, la novela del 2002 de Francisco Casavella que se ha convertido en mítica a golpe de recomendación de los libreros de la ciudad.

VUELTA AL CENTRO DE LA CIUDAD

La celebración de las Olimpiadas procuró de nuevo, como si el tiempo no fuese más que un ir y venir, la recuperación del entorno de Montjuic. Desde la estación del teleférico es fácil llegar a lugares como el Castillo de Montjuic, el Museo de la Fundació Joan Miró, el Museu Nacional d’Art de Catalunya, desde cuya terraza hay unas espléndidas vistas a Plaza España, o el Estadi Olímpic, el escenario que hizo internacional a Barcelona en 1992.

Desciendo desde Plaza España por la Avenida Paralelo, considerado a finales del S. XIX una especie de Montmartre barcelonés. “El Paralelo -se lee en la novela Una heredera de Barcelona de Sergio Vila Sanjuán- es, tras la Rambla, la avenida más bulliciosa de Barcelona”. El Molino es el símbolo más reconocible de esta avenida de luces. Cuando María Yáñez García se convirtió en cabaretera del Molino se cambió el nombre por el de La Bella Dorita. Manejó como pocas el doble sentido y la picaresca, y los hombres supieron aplaudirla en escena, y fuera, en la cola que solían hacer para visitarla en su camerino. Dejo la plaza que la recuerda atrás y entro al Poble-Sec por la calle de Salvà, hasta la calle Blai para cenar en alguno de los establecimientos que se concentran en la zona. Con la noche y la literatura, la ciudad se convertirá en aquello que nuestra imaginación desee soñar.

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