ALASKA INDÓMITA

La travesía entre Juneau y Anchorage se adentra en un territorio de glaciares y bosques interminables

EL MONTE MCKINLEY

La carretera por el interior del Parque Nacional de Denali lleva hasta Wonder Lake y su zona de acampada, quizá el enclave ideal para admirar el majestuoso pico.

EL GLACIAR MENDENHALL

Su fácil acceso lo ha convertido en la excursión más popular desde la ciudad de Juneau.

GLACIER BAY

Doce de los dieciséis glaciares de este Parque Nacional al que se accede en barco o avioneta desembocan en el océano.

TERRITORIO SALVAJE

Observar animales en libertad es fácil, además de uno de los grandes alicientes de un viaje por Alaska.

LA FIEBRE DEL ORO

El poblado de Crow Creek, entre Whittier y Anchorage, permite rememorar el ambiente de finales del siglo XIX.

LAGOS

Alaska cuenta con unos tres millones de lagos. En el Bear Lake, al norte de Seward, existe la posibilidad de observar osos.

CULTURA TLINGIT

Una casa comunal de los indios tlingit (isla de Wrangell), museo de tótems al aire libre en la isla de Ketchikan y dos niñas de la tribu tlingit.

RESERVA DE VIDA ANIMAL

Un alce en la orilla de Wonder Lake, en el Parque Nacional de Denali. Al fondo, la cordillera de Alaska.

ISLA KODIAK

Los osos pardos de esta isla al sur de la península de Kenai son los mayores del mundo y forman una subespecie de la que existen unos 3.500 ejemplares. Al fondo, la isla Ugak vista desde Pasagshak Point.

ENTRE EL MAR Y EL TECHO DE NORTEAMÉRICA

1 Juneau. Su abrigado puerto es la entrada a un mundo de glaciares.
2 Parque Nacional Denali. Para admirar el pico más alto de Norteamérica y la abundante fauna que habita en las montañas y llanuras que lo rodean.
3 Anchorage. La mitad de la población vive en esta moderna ciudad, bien comunicada y rodeada de naturaleza por los cuatro puntos cardinales.
4 Península de Kenai. Ofrece un vasto paraje de recreo con su glaciares, fiordos, montañas, senderos de trekking y ríos repletos de salmones.
5 Isla Kodiak. Habitada por inuits, acoge los osos pardos más grandes del mundo. La temporada ideal para verlos va de julio a septiembre.

A Juneau, capital de Alaska, no se llega por carretera. El ferry avanza entre los canales y el agua quieta rompe en la proa con un suave roce. Las gaviotas y los cormoranes conviven en las grandes playas. Cientos de islas selváticas forman un laberinto en el que ballenas y orcas levantan sus lomos del agua gris-azulada. Respiro hondo, y el aire puro del Pasaje Interior impregna cada célula de mi cuerpo.
Juneau se halla en la Tongass National Forest, la mayor reserva forestal de Estados Unidos, si bien la palabra rainforest («selva lluviosa») refleja mejor la naturaleza y el clima del lugar. Por doquier, gigantescas coníferas y cedros rojos descienden hasta la orilla del agua.

¿Qué debió sentir Alejandro Malaspina al explorar esta costa con sus dos corbetas en 1791? Los glaciares serían aún más imponentes; quizá la tripulación se asombraría ante los grupos de ballenas, los leones marinos que descansaban sobre las rocas o las nutrias de mar que jugaban sobre el tapiz de agua, mientras los indios haida, tlingit y tsimshian se desplazaban silenciosos en sus canoas de cedro. No lo sabremos nunca, si bien el propio Malaspina escribió que «el perfil de la costa parecería, por su frondosidad, cercano al trópico, a no ser por la nieve que corona las montañas».
Y así sigue siendo mientras recorro el puerto de Juneau, entre turistas que bajan en grandes grupos de los cruceros. La ciudad sigue arropada por un paisaje espectacular, inmersa en el canal que la resguarda de las aguas abiertas del océano Pacífico y el vasto campo de hielo de las montañas del interior. De esa blanca extensión afloran 40 glaciares que avanzan por los valles. Uno de ellos, el Mendenhall, es el gran hito natural de Juneau. De la ciudad parten a su vez los cruceros y las avionetas que llevan al Parque Nacional de Glacier Bay, un laberinto de témpanos flotantes convertido en paraíso de piragüistas.

UN VALIOSO HALLAZGO

En 1880, tras hallar pepitas «del tamaño de guisantes y judías» en los alrededores, Joe Juneau y Richard Harris regresaron con media tonelada de oro a Sitka, la capital de Alaska cuando pertenecía a Rusia. De la noche a la mañana aparecieron decenas de barcos cargados de aventureros. Para ellos se montaron almacenes, mercados de animales, pensiones, casas de empeño, bancos, garitos de juego, bares, teatros, prostíbulos… Juneau fue en ese tiempo una de las ciudades más vivas y ricas de Norteamérica. La nueva oleada llegó en 1897, al descubrirse oro en el Klondike, un afluente del Yukón.

Así surgió la ciudad de Skagway, 170 kilómetros más al norte. Los mineros desembarcaban allí para adentrarse en el continente. Pero como los pioneros en la helada meseta del Yukón vivieron una gran hambruna en el primer invierno, la policía montada del Canadá supervisaba en lo alto del Chilkoot Pass que cada buscador llevase lo necesario. Eso incluía víveres para sobrevivir un año y el material para construir una balsa con la que bajar el Yukón y para desempeñar las tareas mineras. Los buscadores subían así el Chil­koot Pass decenas de veces hasta trasladar la tonelada de equipamiento requerido.
Uno de esos aventureros era Jack London. En la cabaña en la que vivió junto al Klondike, enfermo a causa de las privaciones, aún puede leerse grabado a navaja: «Jack London, minero, escritor». Regresar con las manos vacías le llevó a vender a algunas revistas relatos inspirados en las vivencias de aquel invierno. Con ellos el mundo pudo conocer la audacia de aquellos hombres expuestos a condiciones de vida extremas.

Los 55 kilómetros del Chilkoot Trail entre Skag­way y el lago Bennett, ya en Canadá, son hoy uno de los trekkings clásicos de Alaska. Aquí y allá aparecen ruedas oxidadas bajo los matorrales y cabañas medio derruidas.

En Skagway, un espectacular vuelo sobre fiordos, montañas y nieves eternas me lleva a Anchorage. Enseguida tomo un confortable tren hacia el Parque Nacional de Denali, nombre que los indios atabascos daban al McKinley (6.194 m), el pico más alto de Norteamérica. Dentro del parque solo es posible desplazarse en los autobuses que recorren la carretera de 150 kilómetros que se adentra en él.
En cuanto aparecen animales el chófer se detiene para que los admiremos. El paisaje es inmenso. Valles abiertos y cúmulos blancos sobre el cielo azul, ríos de cauces anchos y rápidos, bosques de coníferas hasta donde alcanza la vista, y la nieve coronando las montañas. Evoco a McCandless, aquel muchacho que acaba su vida en un autobús varado en la inmensidad de Denali, protagonista de la película Hacia rutas salvajes (2007).

LA FAUNA EN ALASKA

La carretera se vuelve pista y los bosques dejan ver caribús y ciervos. Águilas doradas vigilan nuestro paso. Salimos a caminar, siempre con cautela. De pronto, al otro lado del río, vemos una osa tan grande como dos hombres. Come arándanos y se mueve relajada con dos oseznos que no se separan de ella. Al olernos se queda inmóvil y su pelo alfombrado se le eriza en la nuca. «Ninguna broma con mis crías», parece decir. Permanecemos como estatuas mientras decide qué hacer. Opta por bajar tranquilamente el río en unos maravillosos cinco minutos. También vemos alces, marmotas y muflones de Dall. Pero nos queda algo pendiente. Entonces comienza a abrirse un enorme agujero azul entre las nubes y aparece la silueta del McKinley, el gran señor del lugar.

De vuelta a Anchorage no sé si explorar en kayak la península de Kenai o visitar la isla Kodiak, famosa por sus osos pardos. Opto por lo primero en compañía de dos surfistas griegos. En la primera mañana ya me enamoro de ese mundo. Deslizarse sobre el agua transparente y helada junto a los leones marinos que toman el sol sobre las rocas hace que todo cobre sentido. Un lugar para medir el tiempo con la respiración y los bufidos de las orcas y las ballenas. Y remar tranquilo en mitad de uno mismo. El segundo día recorremos mudos la laguna al final del glaciar. Un iceberg ha formado un arco sobre el agua y dirijo mi kayak bajo esa ventana para cruzar al otro lado. El hielo azulado por siglos de presión que le han hecho perder las burbujas de aire se desliza sobre mi cabeza. Un frailecillo remonta el vuelo con un pez en el pico y varios cetáceos asoman sus lomos nadando hacia mar abierto. «¿No es esto lo que no buscaba y encontré?», me pregunto. Los días se alargaron entre los fiordos. Varias noches después aún disfrutaba de «la última frontera», mientras el regreso se iba posponiendo una y otra vez. A veces los viajes toman formas casi orgánicas mientras continúa la ruta. En Alaska eso es fácil que suceda.

 

Like this post? Please share to your friends: