DESDE USHUAIA HASTA LA PENÍNSULA ANTÁRTICA

UN CONTINENTE PARA LA CIENCIA

El Tratado Antártico, de 1959 y firmado por 49 países, estableció que la única actividad que se podía realizar en la Antártida era la investigación científica.

BAHÍA PARAÍSO

Este enclave de las Shetland del Sur es un lugar de desembarco habitual por sus colonias de petreles y por la posibilidad de navegar entre icebergs.

ISLA PAULET

Una cruz sobre un montículo recuerda a los marineros del buque noruego que, en 1903, se hundió frente a esta costa.

OBSERVACIÓN DE BALLENAS

Febrero y marzo son los mejores meses para avistar cetáceos, sobre todo ballenas minke, yubarta y azul.

LITORAL ANTÁRTICO

Los barcos que recorren el litoral antártico navegan junto a acantilados y grutas de hielo, creadas hace miles de millones de años.

ESTRECHO DE GERLACHE

Debe su nombre al capitán de la expedición belga que, en 1898, cartografió el oeste de la Tierra de Graham.

PENÍNSULA ANTÁRTICA

El viento y el oleaje han modelado los acantilados de hielo que bordean la costa del golfo de Erebus.

SHETLAND DEL SUR

Durante el verano austral es posible ver pingüinos Emperador (de casi 1,20 m de altura) en la costa de estas islas. El crucero por el mar de Weddell hasta Snow Hill se acerca a la colonia más numerosa.

5 ETAPAS CLAVE

1 Ushuaia. Es el puerto de partida de los cruceros.
2 Shetland del Sur. En Isla Decepción está la base española y la antigua estación ballenera de Port Foster.
3 Isla Paulet. Alberga una numerosa colonia de pingüinos de Adelia y petreles.
4 Port Lockroy. La base inglesa es ahora un museo.
5 Península Antártica. Los barcos recorren la costa de la Tierra de Graham.

La Antártida es la gran aventura pendiente del siglo XXI. La Antártida representa el fin del mundo, la única tierra ignota de los mapas y, para la inmensa mayoría de viajeros, el sueño más deseado. Un periplo a través del túnel del tiempo con salida a la última Edad de Hielo, hace 100.000 años, y en el que la recompensa es un escenario de glaciares, desiertos de hielo de kilómetros de espesor, pingüineras de 400.000 individuos, focas…

La travesía empieza casi siempre en la ciudad argentina de Ushuaia, otro topónimo que suena a aventura y lejanía, porque desde aquí parten los barcos-expedición al continente helado. Ushuaia, erigida en la ribera norte del canal de Beagle sobre un antiguo poblado yagán, es el prólogo perfecto para una aventura de semejante calado por su condición de población de frontera y por la luz gris que la baña. Desde este puerto hay 150 kilómetros en línea recta hasta el cabo de Hornos. Y de allí a la Antártida, otros 900 kilómetros de la más absoluta nada. Es el paso de Drake, las aguas más traicioneras del mundo, 480 millas náuticas de olas y tormentas que separan el extremo sur de América de la Península Antártica, la punta del continente blanco.

Se entiende, entonces, la excitación de los 190 pasajeros que nos agolpamos en este atardecer incandescente en la cubierta del Fram, un buque de casco reforzado construido especialmente para navegar entre hielos. Dejamos atrás Ushuaia y enfilamos las 40 horas de travesía que, si todo va bien, se necesitan para cruzar el paso de Drake. Esta vez Drake es amable con nosotros y el barco no se zarandea demasiado –¡ya lo hará a la vuelta!–, de manera que, tras dos días viendo por la borda petreles y albatros surfeando sobre los penachos blancos del oleaje, aparece en el horizonte el archipiélago de las Shetland del Sur, paralelo a la Península Antártica. La tripulación arría las lanchas neumáticas y nos disponemos a vivir el momento soñado: pisar el continente helado. Y lo hacemos precisamente en la isla de Livingstone, la primera costa de la Antártida que avistó el ser humano. Ocurrió en 1819, cuando el barco de William Smith, que cubría la línea regular entre Montevideo (Uruguay) y Valparaíso (Chile), fue lanzado al sur por una tormenta y se topó con esta masa de hielo. Cuando Smith llegó vivía aquí un millón de focas y leones marinos. En solo tres veranos los cazadores los exterminaron a todos.

Durante diez días navegamos junto a la costa continental antártica, fondeando frente a lugares emblemáticos a los que descendemos por riguroso turno. Estamos en la tierra más inhóspita del mundo: catorce millones de kilómetros cuadrados –más que toda Europa– que solo albergan hielo y roca. No hay vida en su interior, no hay ciudades, no hay puertos, no hay un solo árbol. No hay huella humana más allá de unas bases científicas. Precisamente por ese motivo es un territorio frágil, con unas férreas normas de uso turístico autoimpuestas por la International Association Antarctica Tours Operator (IAATO), la asociación que reúne al centenar de empresas que ofrecen viajes a la Antártida. Por ejemplo, no pueden acercarse al continente con barcos de más de 400 pasajeros, no está permitido desembarcar a más de 100 personas a la vez, no deben coincidir dos barcos en el mismo punto, y hay que limpiar con aspiradoras todos los bolsillos de la ropa y las bolsas de cámaras que los viajeros vayan a usar en tierra, entre otros requisitos. Esta normativa sigue las directrices del Tratado Antártico, el acuerdo aprobado en 1959 y ratificado por 49 países, entre ellos España, que declara la Antártida «reserva natural, consagrada a la paz y a la ciencia» y prohíbe la extracción de minerales así como otras actividades económicas…. excepto el turismo.

La vida a bordo del Fram va adquiriendo, día a día, una rutina excitante. Madrugamos mucho para no perder ni un detalle de las primeras claridades –aunque nunca se hace de noche totalmente– que iluminan los glaciares e islas. Los tramos de navegación se amenizan con conferencias sobre fauna y flora antárticas, glaciología, geología… El barco lleva todas las cubiertas acristaladas, así que cuando uno se sienta a cenar o a leer –por ejemplo, el muy recomendable Amundsen-Scott: duelo en la Antártida, de Javier Cacho– se ve rodeado por un cinemascope de paisajes blancos y aguas gélidas por las que saltan ballenas, orcas y varias especies de pingüinos y focas.

Una o dos veces al día, bajamos por turnos a tierra. Es el momento más excitante de la jornada. Visitamos lugares como el estrecho de Gerlache o el de Bransfield, que separa las islas Shetland del Sur del continente antártico, donde los icebergs vagan como silenciosas naves de hielo. En Paradise Harbour nos sorprende un atardecer mágico que arranca destellos de oro a las lenguas de los glaciares. Y en la famosa isla Decepción visitamos la base científica española Gabriel de Castilla. Isla Decepción es uno de los pocos trozos de tierra libres de hielo: es un volcán activo, por lo que la capa terrestre está más caliente de lo normal. La última erupción ocurrió en la década de 1970, pero los vulcanólogos creen que no tardará en volver a entrar en actividad. En la isla Paulet desembarcamos en medio de una de las colonias de pingüinos de Adelia más grandes del continente. Alrededor de 200.000 parejas pululan por la playa de guijarros tratando de sacar adelante su prole antes de que regrese el mortal invierno.

Otra parada imprescindible es Port Lockroy, en la isla Wiencke. Se trata de una estación militar y científica británica, construida en 1942 y restaurada como museo en 1996. Es uno de los lugares más visitados porque permite acercarse a la dura realidad de los primeros exploradores polares. Al alcanzar el Canal de Lemaire, que separa el continente de la isla Booth, los icebergs y el hielo marino bloquean el paso de forma tan homogénea que hay que dar la vuelta en busca de aguas libres. Este cambio de rumbo no varía el paisaje que cruza tras los ventanales del buque: se mire a donde se mire, se ven cimas nevadas, glaciares y llanuras heladas nunca pisadas por el hombre. La Antártida es una fotografía en colores de la última glaciación. Un envoltorio salvaje que te hace sentir vulnerable y pequeño, pero libre. Es el sueño de todo viajero.

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